Hace justo una semana que mi hijo mayor ingresaba en el hospital por segunda vez por falta de oxígeno a causa de una bronquitis que se acabó complicándose. Mientras escribo, está cerca mía y agradezco que haya quedado en un susto, que esté en casa ya con nosotros y que el silencio de su ausencia se haya sustituido por gritos, risas y correteos. Qué poco apreciamos cuando están bien, sin más.
Pues bien, en esos días intensos de hospital, de dormir poco, con dos peques bastante malos (sí, el pequeño también cayó como era de esperar), mi pareja y yo tuvimos una pequeña discusión por teléfono. Él desde el hospital, y yo en casa. Era de noche y ambos niños dormían; el pequeño conmigo y el mayor con él. Al ser la primera noche que pasaba en casa sin mi hijo mayor, ver sus juguetes, su hueco en nuestra cama vacía, me vine abajo. Lloré y lloré lo que me venía haciendo falta mucho tiempo. Entre una cosa y otra, parece que últimamente no tengo ni tiempo más que para sentir lo justo, ir sobreviviendo con el vaivén de la vida.
Me había dado tiempo a pensar varias cosas mientras acompañaba a mi hijo en el hospital. La más obvia es que vivo estresada. Tengo una vida relativamente tranquila comparado con otras madres o con lo que es lo normal hoy en día, pero aún así, las cosas del día a día me producen agobio. Las demandas, las necesidades pendientes de los demás, las peleas de mis hijos, los llantos que no puedo calmar unidos a mis propias necesidades insatisfechas, que pospongo una y otra vez, me angustian. Y vivo en ese estado todos los días de mi vida desde que soy madre.
No quiero decir con esto que no sea feliz, que no tenga momentos de paz o calma. Claro que sí. Pero en general, cuando me encargo de mis hijos y hay objetivos que cumplir o metas a las que llegar, colapso y entro en estrés. Nunca me había pasado antes. Soy una persona muy activa, que trabaja bien bajo presión y a la que le gustan los retos. Pero desde que soy madre me supera la situación, el no poder estar en todo, el estar agotada y saber que hay que seguir tirando, el que multitud de cosas, obvias y no tan aparentes, dependen de una sola persona: yo.
En estas condiciones, y como era de esperar de mi carácter resolutivo, quise encontrar una solución a este problema que, a largo plazo, me va a pasar factura. Así que hablé con mi marido, y le expliqué, todas las situaciones en las que siento agobiada y que muchas de vosotras bien conocéis: cuando nada más despertarnos hay que vestir a dos niños menores de 4 años (con lo que eso supone), vestirse una misma (intentando hacer pis y lavarse la cara si la situación lo permite), preparar desayunos, rogar que se sienten a la mesa, pedir que se sienten a la mesa, obligar a que se sienten a la mesa (a veces con juegos y ocurrencias y otras simplemente gritando), lavar dientes (después de conseguir que por fin vayan al baño), desear que no se abran la cabeza (porque si algo les gusta en el baño es saltar y hacer el cabra mientras tienen un cepillo en la boca), peinar lo que puedo y asegurarme de que no llevan kiwi en las mejillas y que no se han empapado la ropa (esto va a suponer cambiárles otra vez, Dios me ayude), intentar peinarme yo y hacer mis necesidades mientras ellos se pelean por esto y aquello, preparar la mochila y el almuerzo del mayor mientras le pido, imploro o arrastro hasta la puerta para que se ponga los zapatos y el abrigo (20 veces de repetición mínimo) y, una vez que sale por la puerta (le lleva al cole su padre normalmente), empieza la segunda vuelta. Que es algo más light pero sigo en estrés.
Intento desayunar yo, mientras intento hacer la comida o dejarla encaminada, mientras intento hacer la cama o poner alguna lavadora, mientras intento tender ropa si ya ha terminado, mientras intento poner abrigo del pequeño y mi abrigo, mientras intento ir saliendo por la puerta para ir a hacer el recado A o B o simplemente salir de casa por lo agobiada que estoy. Es escribir estas líneas y empezar a respirar más superficial y despacio, a accelerarse el corazón sólo de imaginarlo.
Y esto resume muy bien cada mañana de lunes a viernes: la mía y la de tantas madres en el mundo, que se apañan como pueden con 1, 2 o más hijos y van dejando sus necesidades pospuestas, aparcadas o sencillamente olvidadas después de tanto, tanto tiempo cuidando de otras personas.
Lo primero que me vino a la cabeza es que mi marido tiene que hacer más. Esto es el típico tema de conversación entre madres: todo lo que hacemos nosotras comparado con lo que hacen ellos, especialmente las cosas invisibles pero igualmente esenciales en una familia (cortar uñas, darse cuenta de que los zapatos quedan pequeños o de si tienen un par adecuado para la temperatura que va a hacer; lo que necesitan llevar para el cole, la cita del dentista, comprar la medicina que falta, hacer un bizum a no sé quién que te dio no sé qué para tu hijo, pagar el taller de música del sábado, buscar un disfraz de Halloween en Vinted o unos Feroces en Wallapop). Miles de pequeñas cosas, añadidas a las obvias que acompañan al cuidado y mantenimiento de cualquier casa.
Siempre que surgen esas conversaciones entre mujeres, admito lo mismo: mi marido es una verdadera joya. Es atento, responsable, se interesa, se involucra. Pero aún así no es suficiente. Y precisamente esto es lo que le dije aquella noche hablando por teléfono. La conversación fue tensa durante un tiempo, pero finalmente ambos acordamos intentar buscar el equilibrio juntos, lo que supone que él intente echar una mano incluso más que antes (trabaja desde casa, o por lo menos lo intenta, que no es fácil cuando su despacho está en el comedor).
Los días que mi hijo ha estado ingresado me han dado mucho que pensar. Suelo plantearme bastante las cosas, pensar en el futuro y las consecuencias de lo que hacemos en el presente. Situaciones como esta no hacen más que recordarme aún más que todo tiene un fin, que tengo la grandísima suerte de estar viva y las personas que más quiero en esta vida también lo están ahora, en este momento, y eso tiene un incalculable valor. Especialmente por su efimeridad y su carácter completamente impredecible e inestable.
Y en medio de estos pensamientos me llegó con precisión un planteamiento que no es nuevo ni desconocido, pero que concretó de golpe cuál es verdaderamente el problema en nuestra familia. Más tarde me di cuenta de que muy probablemente esto pueda aplicarse a la mayor parte de familias en Occidente: somos solo dos adultos.
Es una obviedad, en nuestro caso inmutable, que no dice mucho pero lo dice todo: somos solo dos adultos. Dos personas más o menos capaces nos encargamos de absolutamente todo en nuestra unidad familiar. T-O-D-O. Trabajar, criar, educar, cocinar, limpiar, tender, planchar, comprar, entretener, duchar, vestir, conseguir, llevar, traer, planificar, aguantar, sostener, abrazar, leer, peinar, reír, llorar, escuchar, hablar, ordenar, obligar, entender, jugar, sobrellevar y, básicamente, sobrevivir.
Y ese es el verdadero problema. Es imposible que únicamente dos personas se encarguen de todo lo anterior sin quemarse, agotarse, enfardarse, frustrarse. ¿Que es posible conseguirlo? Claro, se hace, pero; ¿a qué precio? No es sano, no es lógico ni normal. No era normal antes, ni (por fortuna) es normal en muchos rincones del planeta donde la comunidad se divide las tareas, la familia más cercana está ahí, sosteniendo, apoyando, encargándose de lo que a cada uno le toca y haciendo que el peso, entre todos, esté mejor repartido y nos permita respirar.
Así que, con esta claridad, se lo comenté a mi pareja. Le pedí disculpas, sin dejar de esperar que intente hacer un poco más de lo que ya hace, como habíamos acordado. Y así yo poder hacer un poco menos, y llegar a algo parecido al equilibrio, aunque eso sólo signifique que los dos tengamos el mismo nivel de agobio, ni más ni menos.
No, el problema no es mi pareja. El problema es el horario de trabajo, el no tener tiempo para nosotros, ni juntos ni por separado; el no tener apoyo, ayuda básica en el día a día, el no tener los medios económicos para pagar esa ayuda que simplemente debería existir por naturaleza en todas las familias. El problema es la sociedad que hemos creado, aquí, en el Occidente »civilizado» y capitalizado; donde lo normal es nuestra situación y lo raro es lo que anhelo. Ánimo a todas las madres que estáis pasando por lo mismo. Os abrazo.